martes, 24 de julio de 2007

CUENTO II

No recuerdo cuanto tiempo transcurrió desde la última vez que había mirado mis dominios. La imagen que tenía grabada en mi memoria me mostraba una tierra llena de plantas y flores.
Mis sentidos, deleitados, evocaban el exuberante perfume de los jazmines, el embriagador aroma de las rosas, el delicioso néctar de la flor del naranjo y sus frutos, el color púrpura de las ciruelas y la suave y tersa textura de los duraznos.
Durante muchos años, que eran solo míos, había trabajado para transformar ese yerto lugar, en un paraiso lleno de vida. Lo había creado, cuidado, visto crecer y me había ilusionado con su prometedor resultado.
Un día, luego de haber atendido otros asuntos que creía importantes, en un lugar lejano, volví a prestarle atención a mi tierra y descubrí la horrible verdad. El mundo por mi creado estaba totalmente destruido. Unas miserables criaturas lo habían modificado aprovechando mi ausencia.
Crearon caminos, destruyendo la hermosa alfombra verde que lo cubría. Elevaron sus viviendas, de un horrible color marrón, en las cuales vivían hacinados unos sobre otros, con la soberbia esperanza de llegar al cielo.
Mancillaron las plantas comestibles y aniquilaron, seguramente llenas de envidia, a las perfumadas flores, prívandole al aire de lucir su mejor loción.
Una mixtura de sentimientos se adueño de mi ser. Primero una desagradable sorpresa, luego una inmensa tristeza y para finalizar un descomunal odio que fue creciendo en mi interior con la fuerza de una erupción volcánica.
¿Con que derecho cambiaron mi mundo perfecto? ¿Con que derecho dispusieron de la vida que yo había creado? ¿Tan grande era su soberbia para que llegasen a creer que todo lo que allí estaba había sido colocado para que ellos lo devastasen?
No iba a permitir que destruyesen mi obra de arte con la impunidad con la que lo habían hecho. Tenía que castigar a esos seres llenos de orgullo, aunque supiese que el daño era irreparable y que ya nada volvería a ser igual.
Esas miserables criaturas se merecían un castigo ejemplar y yo tenía el poder, es más, yo era el poder, para ejecutarlo. Las condenaría a una muerte llena de sufrimiento para que así pagasen por todo el daño que habían causado. Les enviaría el agua.
Abrí las compuertas de mi ira y lance sobre ellos mi venganza. El torrente cayo con fuerza inusitada. A causa de su ceguera no pudieron prevenir que el día de su aniquilación había llegado. Fueron tomadas por sorpresa, como si creyesen que lo que estaban haciendo lo iban a poder hacer por siempre.
El agua, de forma repentina y arrolladora, se fue arrastrando por los caminos llenándolos de barro y provocando la huida desesperada de esos seres, que, recién en ese momento, se dieron cuenta que la muerte los acechaba. Corrían de un lado a otro llenos de pánico, atropellándose, pisandose entre ellos, mientras sus pertenencias eran arrastradas por el lúgrube torrente.
Dirigí la furia de mi violencia hacía sus monticulos grotescos y vi escenas que en otras circunstancias me hubiesen conmovido. La fuerza de la tempestad que había desencadenado, fue socavando sus viviendas y estas se fueron desmoronando como un castillo de naipes sacudido por una rafaga de viento. A medida que el nivel del agua iba subiendo, las criaturas intentaban salvar a sus crias dirigiendose hacia las partes mas elevadas, pero ya era tarde. No había ningún lugar donde pudiesen refugiarse.
La inundación siguió creciendo arrastrando todo a su paso. Miles de cuerpos flotaban inertes en la oscura marea que todo lo cubría, mientras que otros, los menos, intentaban aferrarse a pequeños maderos para poder mantenerse a flote. La tierra, totalmente anegada, no daba abasto para absorver tanta cantidad de liquido que, como si fuese una fuente de purificación, fue lavando el horrible pecado cometido.
Mi trabajo iba llegando a su fin. Una negra satisfacción se apodero de todo mi ser. La masacre que había llevado a cabo dio el resultado esperado. Mire por última vez a mi tierra y la vi llena de agua lodosa en la que se movían a la deriva, como si fuesen barcos fantasmas, miles de cadaveres. De los pocos sobrevivientes que habían quedado me ocuparía más adelante ya que mi odio no se había extinguido, al contrario, el ver el estado en que, por culpa de ellos y debido a mi intervención, se encontraba toda mi creación me jure solemnemente no permitir que estos seres volviesen a repetir la historia.
Lentamente me dirigí hasta la canilla y cerré la llave de paso del agua. Las hormigas habían sido, por el momento, destruidas, al igual que todo mi jardín.

1 comentario:

Guillote dijo...

para quienes el cielo es un manto colmado de estrellas, este cuento es una bocanada de aire fresco; el resto, puede seguir bronceando su piel bajo la luz del sol.
En nombre de la noche: muchas gracias.